Charlie Watts: Tambores en la noche

Hay muchos misterios que se quedaron sin respuesta en este mundo inexplicable. Y uno de los que siempre me ha inquietado es el de la vocación del baterista.

Por Sandro Romero Rey

¿Cuál es la razón por la cual un paciente ser humano se dedica a hacer felices a los demás mortales, a punta de sacrificar su ritmo interno para poner en orden la fascinación de la música? Existen percusionistas de todo tipo: sobreactuados, felices, extrovertidos, excesivos. Los hay tristes, silenciosos, taciturnos, hasta aburridos. Todos, sin embargo, llevan una aureola de extraño sacrificio entre pecho y espalda, de admitir que sin ellos la vida no tendría ningún sentido, pero saben que el secreto está en que no se note.

Como los guionistas de cine. El baterista de rock, por lo demás, tiene sobre sus hombros la poderosa carga de mantener el tempo del caos sin que los espectadores o los oyentes noten el esfuerzo.

Me estoy refiriendo a una generación de bateristas que nació después de la Segunda Guerra Mundial y que, en el nuevo milenio, se bate a duelo con los ritmos pregrabados y la sabiduría digital. El rock, como se conoció en los años sesenta, fue una suerte de vacación generacional que desaparecerá con sus protagonistas. Hoy, el mundo es otro y las nuevas moralidades acabaron con esa fiesta de la libertad que el mundo de Occidente vivió desde el rocanrol de los años cincuenta hasta la muerte de Amy Winehouse. Y, por supuesto, la silenciosa partida de Charlie Watts, aurícula y ventrículo de los Rolling Stones, consolida el lento final de una alineación irrepetible de genios de la felicidad.

“Live fast, die young and leave a good-looking corpse” dice John Derek en la película “Knock on Any Door” de 1949, dirigida por Nicholas Ray, frase con frecuencia atribuida a James Dean, a Mick Jagger o a Truman Capote. Los Stones ya habían tenido sus muertos precoces. Y, por supuesto, el caso más significativo es el de Brian Jones, fundador del grupo, quien desapareció por sus propios excesos a los veintisiete años, en 1969. Pero después se han ido otros: Jimmy Miller, Ian Stewart, Bobby Keys, Nicky Hopkins, o el gerente financiero “Prince” Rupert Loewenstein. Incluso la renuncia del bajista Bill Wyman, a comienzos de la década del noventa, fue una suerte de segundo llamado a la disolución que la banda no acogió, ni mucho menos, cuando la fiesta aun continuaba.

Sin embargo, la partida de Charles Robert Watts es distinta, porque se trata de una desaparición menos heroica: se trata de la muerte de un joven de ochenta años. Es decir, el rock ha muerto de muerte natural. Los mártires del género han sido víctimas: de asesinato, del sexo, de la sobredosis, de los accidentes de tránsito, del cáncer de fumador, de los huesos de pollo atravesados en la garganta. Charlie Watts, por el contrario, murió en su cama, rodeado de su esposa, de su hija y de su nieta, en silencio, cancelando la última gira de la banda y dejando una estela de desconcierto al interior de la aldea rollingstoniana que lo ha adorado sin reservas.

Los más apasionados, piden que el grupo se acabe, que sin Charlie Watts la vida no tiene más sentido. Yo no estoy de acuerdo. Antes de morir, el baterista le había entregado las baquetas a Steve Jordan, viejo amigo de la banda y estrecho colaborador habitual de las aventuras de Keith Richards en solitario. Los Rolling Stones nacieron para la inmortalidad y ellos estarán allí hasta que sus respectivos cuerpos estallen sobre el escenario. Queda Ronnie Wood, que entró a la pandilla en 1975, tras la partida de Mick Taylor. Es decir, que de la vieja banda de 1962 solo se mantienen en pie los llamados “Glimmer Twins”: Mick Jagger y Keith Richards, los compositores de la mayoría de los temas interpretados por el grupo (hasta el 2012 eran 1546 canciones, según “la biblia” de Martin Elliott). Hay que dejarlos. Que sigan adelante. Ellos dos son la imagen, el mito, la teatralidad, la leyenda de una agrupación fascinante. Y el mejor homenaje a Charlie Watts es mantener su pulso y su impulso con el descomunal Steve Jordan. Nos quedan los más de cincuenta álbumes de “la banda de rock and roll más grande del mundo”, con Charlie Watts marcando la cuenta de la fiesta irrepetible.

Nunca tuvo toda la juguetería de los bateristas espectaculares. Con un set básico Gretsch, interrumpiendo uno de los golpes del hi-hat como su sello sonoro característico, Charlie Watts se tomó el trono, el centro visual de los Rolling Stones en silencio y, poco a poco, músicos y espectadores entendieron que en él estaba el signo de la perfección. Incluso cuando se acompañó de algunos otros percusionistas (Ricky Dijon en los sesenta, Ollie Brown en los setenta, incluso las maracas de Jagger o Jones…) Charlie Watts era el que daba las órdenes sin abrir su boca sin labios. Por estos días se han hecho las listas de los inmensos aportes de la percusión al sonido de los Rolling Stones, pero a mí me ha dado la nostalgia de lo exótico y me he puesto a acariciar los discos en solitario de Charlie Watts.

En realidad, su pasión por la música es de una profundidad mística. Hijo natural de la gran tradición del jazz de los cincuenta, se adaptó al mundo del blues, del rhythm and blues y del rock and roll en un acto de solidaridad con los jóvenes Brian Jones, Mick Jagger y Keith Richards que necesitaban una potente sección rítmica para consolidar sus respectivos genios. Fue otro de los grandes hijos de los programas de educación artística del Londres de la postguerra. Estupendo diseñador gráfico, publicó un bello libro sobre el saxofonista Charlie Parker (“Ode to a High Flying Bird”), el cual reeditó con su álbum “From One Charlie”, uno de sus dos tributos discográficos al genio del Bebop. Aunque pocos lo valoren, parte del diseño de los inmensos escenarios de los Rolling Stones no solo fue obra del arquitecto Mark Fisher (otro desaparecido) sino de Mick Jagger y del mismísimo Charlie Watts que se encargaba, sin exhibicionismos, del asunto.

Y sigo con las remembranzas: cuando se fundó la Rolling Stones Records, aparecieron álbumes, hoy verdaderos tesoros (“The London Howlin’ Wolf Sessions”, “Jammin with Edward”), donde Charlie Watts estuvo allí marcando el ritmo, solo por el inmenso placer de tocar. Luego, empezarían las aventuras en solitario de los miembros de la banda y el baterista se lanzó al agua con un álbum con una big band de jazz, conocido como “Live Fulham Town Hall”. Corría el año de 1986, cuando los Rolling Stones parecían terminados. En los noventa, tras el milagro de la resurrección vía “Steel Wheels”, Charlie sacó sus dos álbumes sobre su tocayo (el citado “From One Charlie” y “Tribute to Charlie Parker with Strings”) que llegaron a mi discoteca gracias a que Yahveh es muy grande. El milenio terminó con dos álbumes hermosos, cantados por Bernard Fowler, cuyos títulos son delicados y evocadores: “Warm & Tender” y “Long Ago & Far Away”, con eternos standards del jazz. El nuevo milenio se inauguró con quizás, su obra maestra, en colaboración con su colega Jim Keltner: el llamado “Charlie Watts/Jim Keltner Project”, en homenaje a grandes genios de la batería. Luego vendría un álbum en vivo, grabado en Londres, en uno de sus refugios del jazz: el club de Ronnie Scott. Diez años después, salieron sus “ABC&D”, grandes estudios del Boogie-Woogie, incluyendo su tributo al desaparecido pianista Ian Stewart (“Boogie 4 Stu”, del 2011). Su último capricho fuera de los Rolling Stones salió en 2017, titulado “Charlie Watts meets the Danish Radio Big Band”, otro tesoro del jazz grabado en Copenague. Todos están en mi caja fuerte.

Y el resto, los Rolling Stones. Su último álbum con canciones totalmente originales de la banda fue “A Bigger Bang” de 2005 y en 2016 aparecería su colaboración final en estudio con el clásico “Blue & Lonesome”, fascinante homenaje a “nuestros primeros padres” de la música negra de los Estados Unidos. A lo largo de los años, siguen publicándose nuevos videos y nuevas ediciones de un grupo que ya no es una banda sino una empresa, una institución, una adicción y una basílica de la nostalgia. Los coleccionistas compramos sus nuevos títulos con absurda devoción y somos felices reproduciendo la gesta sin vergüenzas, homenajeando épocas fascinantes donde la libertad era un signo y la irreverencia una norma. Todo esto, al parecer, ha terminado.

Vi a los Rolling Stones en vivo nueve veces, sin contar los conciertos en solitario de Keith Richards, de Mick Taylor, incluso de Billy Preston. Me doy por bien servido. En ninguna de las giras de los Rolling Stones nunca se canceló un concierto por culpa de Charlie Watts. Él siempre estaba allí. Sin Charlie Watts no había Rolling Stones. “Todos trabajamos para él”, decía Keith Richards, en una de sus geniales “boutades”. No me imagino el dolor de los viejos muchachos ante la desaparición del maestro. Si el planeta Rolling Stones está desbaratado, lo que está sucediendo en la intimidad de sus toldas debe ser tremendo. Por lo pronto, escribo estas líneas con una lágrima en un ojo y con la dicha en mi alma. Con la íntima satisfacción de haber vivido en un mundo donde la música nos ayudó a sostenernos mientras el proyecto de la especie humana fracasaba. Charlie Watts, a no dudarlo, fue uno de esos pocos seres que, sin desenfundar un arma o escupir un insulto, nos ayudó a mantener una discreta esperanza por la dicha, al menos en los breves instantes de la eternidad.