Confesiones de un músico aficionado argentino: Sin oído no hay paraíso

Quien haya venido de visita a Buenos Aires conoce, o al menos ha oído hablar, de la calle Corrientes, que dejó de ser calle hace muchísimos años para convertirse en la avenida que nunca duerme.
Sebastián Kleiman
Sebastián Kleiman

Al menos fue así hasta hace un tiempo. Lo que pocos turistas saben, a menos que se trate de músicos, es que, apenas a cien metros de distancia, corre, paralela, una calle que se llama Sarmiento y que, a pesar de ser bastante angosta, es la principal vía de acceso a la música para todo joven músico porteño. En las cinco o seis cuadras que van de Callao hasta Talcahuano están las principales casas de instrumentos musicales de la ciudad. Todo músico aficionado de Buenos Aires pasó alguna vez por ahí, entre ellos un servidor.

Hubo una época en la que, al igual que muchísimos otros adolescentes que nos aventurábamos a tocar la guitarra, yo era capaz de recitar de memoria el nombre de todas y cada una de esas casas de música que se sucedían sobre la calle Sarmiento, se prolongaban dos cuadras hacia el sur por Talcahuano y otras tantas más hacia el este por Bartolomé Mitre. Cuando Internet y los celulares no eran más que una quimera, el mejor plan para una tarde era internarse ese corredor de instrumentos musicales y regodearse con las guitarras, los amplificadores y los pedales que, con algo de suerte y mucha inyección de capitales familiares, compraríamos en la esperanza de hacerlos sonar igual que los dioses de la música que fervientemente adorábamos.

No sé cuántas veces peregriné a la calle Sarmiento entre los quince y los veinte años, pero no creo haber estado muy lejos del promedio de cualquier músico principiante. Sin embargo, en mi caso, el punto culminante del recorrido no tenía lugar en ninguno de los negocios de las tres calles que acabo de nombrar, sino en otro, también ligado a la música aunque de manera distinta, que quedaba sobre la calle Perón, otra paralela a Corrientes que corre entre Sarmiento y Mitre. Hablo Ricordi, la casa de partituras musicales más importante de la ciudad.

Nunca tuve buen oído, y, como buen rockero, tampoco aprendí a leer música; mejor dicho, nunca aprendí nada más allá de los rudimentos básicos que me permitían descifrar un pentagrama a una velocidad crucero de tres notas por minuto. Pero yo no iba en busca de partituras, eso jeroglíficos completamente fuera de mi alcance, sino de otros libritos, muchísimo más básicos, concebidos para músicos aficionados como yo, incapaces de leer música y de sacar los tonos de las canciones únicamente con ayuda del oído: las famosos cancioneros de Ricordi, unos cuadernitos que traían los tonos de las canciones clásicas del rock argentino e internacional, y de algún que otro grupo por entonces de moda.

Así como Charly García suele jactarse de haber descubierto en la infancia que tenía oído absoluto, yo siempre digo que el mío es un oído absolutamente atrofiado. Por suerte, tal como sucede en la naturaleza, en donde las carencias impelen los seres vivos a desarrollar otras aptitudes, mi pasión musical encontró la manera de compensar las falencias de oído a través de la memoria. ¿Para qué perder tiempo tratando de sacar en vano los tonos de las canciones cuando alguien ya se había tomado el trabajo de hacerlo y compendiarlo en esos libritos que vendían en Ricordi?

Después de recorrer las casas de instrumentos musicales, yo enfilaba para el negocio de la calle Perón, en donde habría de pasar la siguiente media hora ojeando y hojeando esos benditos cuadernos donde unos santos escribas anónimos habían revelado La Biblia de Vox Dei y otras tantas obras sagradas del rock argentino.

El proceso era, más o menos, el siguiente: primero pasaba revista a todos los libritos, en busca de las últimas novedades; una vez que seleccionaba uno en particular, me detenía en la primera canción y tarareaba mentalmente la letra mientras trataba de fijar los tonos y el momento exacto de cada cambio de acorde; cuando creía haber fijado los tonos en la memoria, pasaba a la siguiente canción y repetía el procedimiento, pero en mitad de la faena me asaltaba el temor de haber olvidado algún acorde del tema anterior, y volvía la página desesperado por salir de dudas.

Así, paulatinamente, avanzaba hasta llegar a la última página del librito. El proceso demandaba casi el mismo tiempo que tardaba en volver a casa caminando. Para entonces, era probable que hubiera perdido varios temas enteros en alguna laguna mental, y que los acordes de varias canciones se hubieran trastocado en el camino. En una buena tarde de espionaje musical, podía incorporar unos cinco o seis temas completos, con sus respectivos acordes y tablaturas, y unos dos o tres más con algún que otro tono incorrecto. Tan buena es la memoria musical que desarrollé en esas excursiones que al día de hoy sigo reproduciendo esas mismss inexactitudes.

Para bien o para mal, todos estos son recuerdos de otra era. Hoy en día, gracias Internet, cualquier aprendiz de rockero tiene acceso a los acordes de sus temas favoritos, y en Youtube puede encontrar tutoriales donde profesores y otros aficionados enseñan cómo ejecutar riffs y yeites que a mí y a tantos adolescentes de otra época nos llevaban varias clases aprender, siempre y cuando el profe de guitarra accediera a sacarlos y tuviera la paciencia necesaria para compartirlos con nosotros. Me pregunto cómo afectará a los músicos aficionados del futuro esta abundancia de información. Cabría suponer que, con todos estos adelantos, lo más probable es que hoy en día se esté gestando una nueva generación de músicos muy superior a las anteriores; yo, sin embargo, tengo mis dudas.

En última instancia, poco importa de qué tipo de memoria estemos hablando, fotográfica o cibernética. Que el músico tenga que apelar a cualquiera de las dos significa que el olimpo del rock está vedado para él. Sin oído no hay paraíso musical, y si no que lo diga Charly.

Sebastián Kleiman