Segunda entrega de la saga los judíos y el rock. Este texto fue publicado en la Revista Credencial hace un par de años.
En su momento a la directora de la revista se le ocurrió un “duelo” entre ambos poetas y cantautores. Le expliqué que era imposible hacerlo si lo que buscaba era una respuesta en favor de uno de ellos. Lo que sí se podía hacer era revisar sus carreras y buscar puntos en común, anécdotas y datos interesantes para el lector. Así que la respuesta es Dylan y Cohen. El mundo de la música aún celebra su vigencia y que están vivos. Dylan lanzó el pasado 20 de mayo Fallen Angels, la segunda parte de sus covers a clásicos de la canción norteamericana. Cohen nos regaló el año pasado un souvenir de su gira de 2013 y 2014 con motivo del álbum Old Ideas.
Por Jacobo Celnik
A mediados de los 90, durante una entrevista, Bob Dylan afirmó que si no fuera él le gustaría ser Leonard Cohen. Tremendo elogio para el poeta canadiense que admiró al Dylan de los primeros años, lo siguió a varios de sus conciertos y se inspiró en su forma de contar historias. A Dylan lo veneraban, lo idolatraban, lo veían como el vocero de una generación sin voz. Todos estaban hipnotizados con él, todos, menos Leonard Cohen. A él lo respetaban, lo perseguían los literatos, los poetas, los bohemios y las mujeres. Ambos músicos se conocieron en 1970 durante un show de Cohen en Forest Hills, Nueva York. Le avisaron que Dylan estaba tras bastidores. Cohen respondió: “bueno, todos debemos estar en algún lugar”. Luego hubo otros encuentros más afortunados, se elogiaron y siguieron sus rumbos. Hoy se mantienen vigentes, activos y con muchos caminos por recorrer.
Soy tu hombre
Leonard Cohen, siete años mayor que Dylan, creció en un hogar judío de la Montreal de habla inglesa. Su padre, Nathan, dirigía una empresa dedicada a confeccionar ropa de calidad, de ahí su amor por los trajes. Sus antepasados construyeron sinagogas, colegios y entidades dedicadas a la filantropía judía. La escritura llegó a su vida al cumplir nueve años, justo cuando tuvo que soportar la pérdida de su padre. Este suceso lo hizo madurar más rápido de lo normal. La calle Sainte-Catherine fue el escenario donde vio a marineros, viajeros, turistas y prostitutas. Calles llenas de lujuria y placer a las que anhelaba llegar pronto.
Todas estas experiencias quedaron plasmadas en sus primeros escritos donde todavía se notaba una inocencia normal para su edad. Luego llegó la poesía de Federico García Lorca, versos que marcaron los años venideros. “Mis vellos se erizaron, sus versos iluminaban un paisaje por el que solo yo transitaba. Quería responder a aquellos poemas. Cada poema que nos afecta es como una llamada que necesita respuesta, queremos responder con nuestra propia historia”, dice Cohen en su autobiografía “Soy tu hombre”, de Sylvie Simmons (Lumen, 2012). Lorca lo había inspirado, lo había llevado a descubrir su voz interior.
El universo literario que construyó Cohen a partir de 1956 con la publicación de “Let Us Compare Mythologies” giró en torno a las mujeres, las depresiones suicidas, la religión, el nazismo, el amor, el sacrificio, el humor negro, el whisky y el sexo. Cohen legitimó la melancolía como forma de vida, como puente que nos permite transitar y atravesar la oscuridad del ser humano. En 1967, tras viajes por Inglaterra, Grecia y Cuba, se instaló en la Nueva York de Andy Warhol, donde varias musas se rindieron a sus pies, incluidas Janis Joplin y Joni Mitchell, Nico de Velvet Undergroud, lo rechazó. Ese año, Albert Hammond, el mismo que llevó a Dylan a Columbia, se fijó en él como cantautor.
Desde su debut en la música con Songs of Leonard Cohen (1967), nos ha dejado en nuestra memoria emocional doce álbumes en estudio, algunos magistrales como Old Ideas (2012), The Future (1992), Death of a Ladies´ Man (1979) y Various Positions (1984), el disco que Walter Yentnikoffv de la CBS rechazó argumentando: “Leonard, sabemos que usted es grande, pero no sabemos si es el disco es bueno”. Allí además de incluir “Hallelujah” (su canción más conocida después de “Suzanne”), y “Take This Waltz”, está “Dance Me to the End of Love”, el tema que junto a “Im Your Man” ha conquistador a más mujeres que todos los discos de Dylan juntos.
También son doce libros publicados, varios de ellos traducidos al español por Visor. Su producción musical es menor a la de Dylan, pero es más intensa y profunda. Cayó en las garras de otra religión por cuenta de un descalabro financiero, pero jamás renunció a su fe judía, la misma que salvó a su hijo Adam de morir. España le debe mucho a él y él a esta tierra. El Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2011 sitúa a Cohen al mismo nivel de Paul Auster, Amos Oz, Philip Roth y Arthur Miller. Un músico abierto y transparente que ha sabido envejecer modernamente, menos acartonado y misterioso.
Tocando las puertas del cielo
No ha existido músico más complejo de encasillar o descifrar que Bob Dylan. Su vida ha girado en torno a los enigmas. Tal vez porque aún no hemos entendido que una cosa es Robert Allen Zimmerman, su nombre de pila, y otra, Bob Dylan. Hijo de un hogar judío de Duluth, Minnesota, su infancia fue menos ostentosa que la de Cohen. Abe, su padre, era hijo de inmigrantes de Europa Oriental, fue lustrador de zapatos, repartidor de periódico y músico. Acá no había trajes de lujo, ni casas glamurosas. Robert Zimmerman fue parte de la generación que creció con la sombra de Stalin, Roosvelt, Hitler, Mussolini y Churchill, todos hombres que confiaban ciegamente en sus ideas y determinación, un poco en la manera como Dylan ha codificado su universo.
Al terminar la secundaria hizo un año en la universidad de Minneapolis y escapó hacia Nueva York, al igual que Cohen, en busca de un “yo”. Ya lo había dicho Antoine de Saint-Exupéry en Vuelo a Arrás: “vivir es ir naciendo despacio”. Y eso es lo que hizo Dylan cuando llegó a la Gran Manzana, también a redescubrir el legado de cantantes como Woody Guthrie, Peggy Seeger, Josh White y Ricky Nelson. En noviembre de 1962, gracias a Albert Hammond, lanzó su disco debut. Nadie lo entendería hasta el siguiente año con The Freewheelin’ Bob Dylan. Lo veían como un vocero de los derechos civiles, de la igualdad de género, de las libertades individuales, era un juglar dispuesto a contar historias alegres, historias de amor o tragedias que podían alterar el estatus quo de su país. Su canción “Blowin´ in the Wind” era vista como himno. Pero él no quería himnos, ni ser vocero de nadie.
Siempre fue un visionario y con el tema “Like a Rolling Stone” de 1965 cambió el rumbo del rock. Atrás quedó el sencillo de tres minutos con estribillos pegadizos que engrandeció a The Beatles. Fue el comienzo de un camino para romper barreras en torno a un arte por arte. El año pasado lanzó Tempest, su disco número treinta y cinco en estudio, veintitrés más que Cohen. Lo poco de su vida privada está codificado en trabajos como Blood on the Tracks (1975) y Desire (1976) donde da cuenta de la separación con Sara Dylan, la madre de sus cuatro hijos. A diferencia de Cohen, renunció al judaísmo a finales de los 70 y se convirtió al cristianismo. Le cantó a Jesús y besó al Papa Juan Pablo II. A David Gates de Newsweek le dijo que la mayor parte del tiempo no sabe quién es. “Me despierto y soy otra persona, ni siquiera me importa”.
¿Quién es Bob Dylan? “Yo mismo” le respondió a un reportero de Los Ángeles Herald a mediados de 1988. Bob Dylan no es el prototipo de artista que nutrirá con contenidos banales a la prensa, ni salvará el mundo, ni cambiará nuestras vidas. Las múltiples facetas de su personalidad se explican en la imperante necesidad de evitar ser categorizado o clasificado. Lo dice en sus Crónicas, “la definición destruye”.
Con Dylan nos entendemos cuando sentimos la profundidad de su música. Sus letras mantienen viva la esencia del poeta romántico que desnuda su alma sin tapujos, ese poeta que morirá en el escenario cantando, tal vez sin recibir un premio literario, aunque sigue sondando para el Nobel de Literatura. Desde los 90 volvió a sus raíces, compuso temas de Folk, Blues, Country y de Rock N´ Roll. Elmer Johnson, Blind Boy Grunt, Elston Gunnn, Sergei Petrov, Jack Frost, Bob Landy, Boo Wilbury y Bob Dylan conviven en el cuerpo de una sola alma, la de Rober Zimmerman. No hay mucho que entender; hay mucho por leer y escuchar. Ahí encontraremos al verdadero Bob Dylan.
Entonces, la pregunta es: ¿Dylan o Cohen? Diría que ambos, no se puede escoger, sería faltarle al respeto a un arte pocas veces visto en la historia de la música. Tan parecidos y opuestos, son el reflejo de la grandeza narrativa norteamericana. La música popular les debe mucho y la literatura también. Los más agradecidos, sin duda alguna, somos sus seguidores quienes continuaremos deleitándonos y soñando con sus letras y su música, hasta que la realidad nos despierte. Hasta el final del amor.
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