Por: Eugenio Chahin de Gamboa
¿Es muy complicado cuando a uno le piden que escriba sobre uno mismo verdad? Bueno, creo que no me equivoco al afirmar que es igual cuando uno trata de hacerlo sobre su grupo [artista, músico, interprete, etc] favorito. Hay tanto para decir y, por lo mismo, un temor gigantesco a quedarse corto o, peor, a no decir nada. Después de todo para muchos de nosotros – y adivino que a la mayoría de las personas que visitan esta página les pasará así – la música no resulta solo una parte importante de la vida sino un elemento inseparable de todo lo demás que la constituye. Está ahí, constante y leal, cuando uno está aburrido, infinitamente feliz o si le rompen el corazón. Desde hace 6 años, en todos estos momentos, Marillion ha estado ahí para mí. Espero a continuación, poder exponer algunas de las razones detrás de esto si aburrir mucho.
La iniciación
No los conocí de la forma más honesta, debo admitirlo. De hecho estas líneas, en parte, pretenden servir de confesión. Lo primero que tuve de Marillion fue una recopilación doble con la época de Fish en un disco y la de Steve Hogarth en el otro. Pero no la compré, la robé. Y la verdad es que no me arrepiento: el disco yacía inmóvil y triste en un estante de la emisora del Gimnasio Moderno. Yo tenía un programa ahí en algunos recreos y me encantaba pasar las cosas que me gustaban aunque nadie las fuera a oír [porque el trasmisor llegaba a dos cuadras a la redonda] y así tuviera que aguantarme a una gente muy cretina para lograrlo. Por supuesto nadie sabía que era eso de Marillion y no tenía ningún hit reconocible entonces, como era de esperar, el inepto de Camilo de Irisarri – que no ha podido hacer nada más interesante con su vida desde que se graduó en el 93 que dirigir una emisora colegial – y su infaltable séquito de desocupados jamás se molestaron en abrirlo. Nunca supieron lo que había ahí y tampoco que estaba destinado para mí. Tampoco se han dado cuenta que descaradamente decidí hacerlo mío y que desde hace 6 años no existe en la emisora [y si no se han dado cuanta aún, espero que lo hagan leyendo esto]. Primero me concerté en las canciones con Fish y, aunque no me impactaron inmediatamente, me interesaron los cortes más cargados de teclados como “He Knows You Know” [Sript For A Jester’s Tear, 1983], los momentos más emotivos de “Script For A Jester’s Tear” [también del álbum bajo el mismo] y “That Time Of The Night” [Clutching At Straws, 1987], que era simplemente hipnótica. Más tarde estas canciones serían recurrentes en mi equipo de sonido, pero por el momento yo seguía más interesado en Journey y Survivor, así como en Pretty Maids, TNT, Stagedolls, Treat, Europe y todo el rock melódico que se hubiera hecho en la península escandinava durante los 80’s. Sabía que Marillion era progresivo y que tenía puntos en común con grandes bandas que yo había abandonado por perezoso [como Genesis o Pink Floyd], pero solo fue durante los últimos momentos de la canción “Eastern” [Seasons End, 1989], al oír la voz de Steve Hogarth [aka H] acompañada de la guitarra sentida de Steve Rothery, las precisas líneas de bajo de Pete Trewavas y el delicado trabajo de teclado de Mark Kelly, que el rompecabezas estuvo completo. En ese instante distinguí una extraña conexión entre esa tradición del progresivo [a la que le tenía bastante cariño y, sobretodo, mucho respeto] y los sonidos amables del hard rock que me enloquecían, ahora no necesitaba buscar más.
Para todo final hay un comienzo
Muchos creen que Marillion se acabó en 1988 cuando Fish salió del grupo, y aunque la afirmación no es cierta si guarda algo de verdad. Es verdad porque aquel Marillion no volvería a tocar. Pero no es cierta porque otro Marillion, más maduro y diverso, nacería para el mundo –y quiero creer que para mí– en ese momento. Sin desmeritar su trabajo, creo que lo que Fish logró hacer con Marillion fue que la banda llenara los zapatos de un Genesis ausente para el rock en los 80’s [no digamos que para las listas, porque para eso si seguían ahí], sobretodo por su presencia pintoresca y el imaginario excéntrico –si no surrealista– de sus textos. Estas eran dos de sus tareas más resaltables en la banda y cuando se fue, los cuatro miembros restantes [Ian Mosley, Mark Kelly, Steve Rothery y Pete Trewavas], tenían que encontrar a alguien que pudiera cumplirlas, pues como músicos y amigos tenían algo llamado Marillion que ni Fish se pudo llevar. Hubiera sido un error traer a un clon, pero esa tampoco era la idea así que no sucedió. Para mi suerte alguien con una voz excepcional, pero tan opuesto como se puede en letras, ego e imagen a Fish [tal vez en todo lo anterior más sencillo que él], hizo que la banda se dejara de sentir desgastada como al final de la gira de Clutching At Straws y recuperara la claridad nublada por los fantasmas de un frontman problemático. Steve Hogarth, un hombre con un amplio bagaje en el rock que pasó por The Europeans y How We Live, permitió que la inspiración volviera a fluir, pero muchos no tardaron en afirmar que fue un mal paso pues Marillion ya no hacía progresivo sino canciones de cuatro minutos con recurrentes estructuras pop. En este sentido nadie les puede decir que no, pero lo que marca lo “progresivo” del Marillion de H, creo yo, no son necesariamente composiciones extensas con cambios vertiginosos, referencias a la música clásica o instrumentos rebuscados, sino simplemente una maestría musical que logra darle vida a canciones tan sencillas, y por lo mismo tan complicadas de hacer, que resultan impensables.
En una entrevista para la Rolling Stone latina con Jacobo Celnik [Feb 2005, Pag 22], Pete Trewavas afirmó que Marbles [2004] “es un álbum fácil de digerir, pero complejo en su composición”. Y después de presenciar el éxito rotundo de este nuevo álbum –sobretodo en Europa claro– es alentador ver a mucha gente oyendo con los oídos y no con los prejuicios. Cada vez más son los que toman en cuenta a Marillion como un grupo que sigue haciendo música digna de oírse y difundirse, que como un dinosaurio del rock progresivo que molesta con su presencia. Me recuerda a The Wall en el sentido de que, siendo un álbum conceptual bien diverso y complejo, logra contener fragmentos que, como “Another Brick In The Wall”, se pasan frecuentemente en la radio y se encuentren hasta en remix para mini-teca. Yo no me imaginaba, ni siquiera de Marillion, que alguien a estas alturas – en la era ipod – le fuera a apostar a hacer un disco así. Y me parece que la banda es tan consistente y talentosa, que puede jugar tranquilamente en la liga de otros grupos ingleses contemporáneos como Keane, Coldplay o Travis sin tener nada que envidiarles [es más, creo que en cambio todos ellos pueden aprender bastante].
No quiero insistir en comparaciones que no llevan a ningún lado, pero debo aceptar que en cuanto a las letras tampoco puedo dejar de preferir la época de H. Fish tenía momentos brillantes, por ejemplo se me viene a la mente “Sugar Mice” [Clutching At Straws, 1987] o “Jigsaw” [Fugazi, 1984], pero en ocasiones era demasiado barroco y sus personajes resultaban tan oníricos que se salían de los límites de una imaginación sin drogas. Hogarth, por el otro lado, es simple y elegante, lo cual para mí son las mejores cualidades de un escritor [categoría en la que yo no entraría por ejemplo, porque ya voy como 6000 caracteres]. El hombre sabe contar historias: “After Me” [Seasons End, 1989] refiere a una relación profundamente trascendente a través de detalles como un perro callejero o una marca de esfero en el pantalón [comprobando que las canciones de amor nunca estarán desgastadas desde que la persona apropiada las escriba], “Gazpacho” [Afraid Of Sunlight, 1995] cuenta el caso de un boxeador que le pega a la mujer utilizando el condimento español como hilo conductor, “House” [Marillion.Com, 1999] hace el recuento de su propia crisis matrimonial desde la perspectiva de la casa que es testigo de ella, mientras que “Holloway Girl” [Seasons End, 1989] es un retrato conmovedor sobre las mujeres en prisión. Hogarth es un poeta –enserio, aquí si no exagero– y la banda sonora para sus ejercicios de escritura no podría ser más apropiada. Las atmósferas de “When I Meet God” [Anoraknophobia, 2001] o “Memory Of Water” [This Strange Engine, 1997] pueden evocar melancolía e introspección, pero no en un sentido negativo. Trabajan, como el buen arte debe hacerlo, de forma que nos hacen parte de la obra, para que vayamos más allá de lo aparente, sintamos, reflexionemos y después, tal vez, miremos de nuevo el mundo con ojos de asombro tras algunos días insensibles y monótonos que nos prepara la vida.
La verdad mi existencia ha sido más o menos tranquila y bastante feliz. Así que no voy a inventar historias para hacer esto más interesante, no voy a decir que esta música evitó que me suicidara o que me hizo encontrar a Dios. Lo que me une a ella tal vez no pueda describirlo, pero lo cierto es que no puedo desvincularla de nada: esta sonando cuando me lavo los dientes, cuando voy en un ejecutivo por la 7ª y cuando me acuerdo de personas que hace tiempo no veo. Ahora, por ejemplo, esta sonando “The Great Escape” de Brave [1994]. ¡Que buena vaina!