“¡De vuelta al útero feliz, del que no debimos salir nunca!”
La vida, a veces generosa en demasía, me ha dejado por azar compartir martes p.m. y jueves a.m. con el mito viviente de Sandro Romero Rey. Un adelantado en las esferas del teatro, el cine, la televisión, la radio, la docencia, la literatura y el mundo del rock. Ha ganado tantos premios que tuvo que alquilar el apartamento del lado para que vivan allí. Uno de ellos, fue el Premio Nacional de Cuento Ciudad de Bogotá con “Ceremonias del Deseo”.
Frente a letras todavía gritando saltarinas del libro al tornamesa, sí, los Stones en acetato, una buena noche, de esas que comienzan en Bogotá a las 3 a.m., que huelen a vino y/o prenden hogueras cilíndricas, cuando todos se van a la cama y nos dejan espacio para arreglar el planeta antes de que los políticos despierten y nos trasteen a la realidad, don Sandro aceptó la invitación de mtres.co y dijo entre otras cosas:
¿Cómo fue el entorno para formarse como rockero en una ciudad como Cali’
Yo todavía no entiendo cómo entró el rock a mis venas. Cali, una ciudad acogedora y contemplativa, capital del departamento del Valle del Cauca, al occidente de la república de Colombia, a dos horas del océano (no tan) Pacífico, nunca se ha identificado con las guitarras eléctricas. Sin embargo, a mi me tocó nacer en una época en la que las excepciones le llevaban la contraria a las reglas y de allí, seguramente, nació mi pasión por aferrarme a cualquier manifestación que pusiera en duda el orden establecido. Como mis padres eran artistas (mi papá pintor, mi mamá bailarina de ballet), mi infancia se mantuvo entre los muros de la Escuela de Bellas Artes en el barrio Centenario. De hecho, yo no salía del Barrio Centenario. Mi casa quedaba en dicho barrio (nunca supe al centenario de qué o de quién se homenajeaba), a tres cuadras quedaba el Colegio Berchmans, donde estudié toda mi vida (tengo medalla de antigüedad como discípulo fiel de la Compañía de Jesús), y, a una cuadra del claustro donde me formaba para el bien, quedaba lo que en Cali se conocía como “el conservatorio”: el templo del Arte donde me aleccionaba para el mal. Estudié música, me enamoré de las estudiantes de ballet de mi madre, descubrí el placer de los colores y las formas en las clases de mi padre. Y terminé dedicado al teatro, desde los nueve años, como una manera sincera de vencer la timidez y de descubrir porqué razón había llegado a este mundo.
¿Rock and roll? No había por ningún lado. El Rock and roll llegó a mi vida por casualidad y, después de los años, se ha convertido en un asunto de causalidad. Yo empecé a oír rock desde muy niño, en solitario, comprando lo que podía, oyendo la BBC de Londres y compartiendo con mis primos que vivían en Buga y que sabían de los Beatles más que Brian Epstein. Después, mucho después, vine a saber que había una generación inmediatamente anterior a la mía (el director de cine Luis Ospina, el escritor Andrés Caicedo, el publicista Luis Fernando Manchola) que tenían los mismos gustos musicales que yo. Pero esto lo supe ya hecho, derecho y deshecho. Total, no creo que haya una actitud “generacional” con el rock en Cali. Yo diría más bien que hubo una sucesión de felices coincidencias que hicieron que confluyeran gustos comunes en cerebritos similares al mío. Pero nada más.
Usted hace Rock & Roll con las letras ¿Cómo es esa forma de ser músico con las palabras?
La emoción que produce la música es irremplazable. Nadie puede pintar las canciones de Led Zeppelín, como no se puede cantar un poema de Huidobro. Lo que pasa es que los fanáticos de los sonidos siempre queremos traducir a nuestro oficio las emociones inconmensurables que la música nos ha producido. Y, en el caso del rock and roll, este proyecto imposible es más que evidente. Cuando tenía diecinueve años, canté en dos bandas de rock. El destino y los malos dioses me indicaron que siguiera por otros caminos, pero siempre Robert Johnson y Bob Dylan, los Rolling Stones y Frank Zappa estuvieron conmigo. Por esta razón, he querido recuperar, a través de las palabras, la fascinación profunda que ciertas canciones han producido en mí. Ya otros lo han intentado con la música de Mahler o de Stravinski. Yo intento hacerlo con las melodías que han sido mis himnos generacionales. No solamente por sus letras sino, sobre todo, por su yuxtaposición de sonidos que, en el papel, no pueden existir pero, que en mi caso, como diría Mick Jagger, “I try and i try and i try…” Quisiera que mi libro Las ceremonias del deseo fuese leído en voz alta, a gritos, como si se estuviera frente a un micrófono.
Como escritor, y, para hacer un puente con “Las ceremonias del deseo”, por favor píntenos su relación con “Qué viva la música”, “Conciertos del desconcierto” y “Opio en las nubes”.
Creo recordar que el libro Conciertos del desconcierto fue la primera novela sobre el rock que se publicó en Colombia. Ya había otras experiencias alrededor de la poesía o del cuento, pero ese es otro asunto. El libro de Magil ya no existe: desapareció de la memoria nacional con los últimos baretos fumados en la década del setenta. El caso de Que viva la música! lo conozco muy bien pues, luego del suicidio de su autor en 1977, me convertí, por razones del azar maravilloso, en el protector ad aeternum de su obra póstuma y he seguido el devenir de sus textos con todo el rigor y la fascinación que tal responsabilidad me ha impuesto. Creo que la novela de Caicedo es uno de los cinco mejores libros de la literatura colombiana de todos los tiempos. Sé que cada cierto tiempo hay grupos de intelectuales de mi asesino país a quienes les gusta jugar el juego denominado “Vamos a Rematar a Andrés Caicedo” y deciden que se trata de un escritor para niñitos despistados, para drogos anacrónicos, en fin. A mí me parece que todas esas críticas lo que hacen es enaltecer el universo, siempre juvenil y contundente, de su autor. En cuanto a Opio en las nubes es un libro al que le guardo respeto, pero que no me desordena las tripas. Mantengo un buen recuerdo de su autor, a quien no puedo decir que conocí, a pesar de haber trabajado con él casi un año: vivió y murió para mí dentro de la misma burbuja de misterio.
En “Las ceremonias del deseo” usted tiene viviendo entre las páginas a mucha gente del medio radial, que se reconoce. ¿Hasta dónde va el homenaje y hasta dónde las licencias poéticas?
El recurrir a nombres propios en los relatos es un arma de doble filo. Son y no son, al mismo tiempo, los referentes reales. En literatura es en la única actividad de los seres humanos donde la mentira es un recurso necesario para que el oficio funcione. Y no se puede tomar al pie de la letra lo que allí se dice. Los Rolling Stones del libro no son los Rolling Stones de la vida: son los Rolling Stones inventados para que los delirios del narrador funcionen. Del mismo modo la adolescente de Auriculares y ventrículos puede tener referentes en la vida real (seguro mejores que en el relato), pero estos referentes no deben importarle a quien lea el libro. Las historias deben defenderse como universos cerrados, que vayan más allá de la realidad misma. En cuanto a los “guiños” a los personajes de la radio en Bogotá, los hay, en particular, en un relato titulado Los cuernos de rinôçérôse, puesto que con ellos compartí despechos felices cuando el grupo francés estuvo en Bogotá. Pero digo allí tantas mentiras, que ya se me olvidó quién era quién. Me quedo con las verdades inventadas para el cuento.
La realidad está allí en todos los cuentos. Si cada concierto es un cuento potencial ¿Cómo se vive la construcción con tanto fantasma rondando mientras se pone en papel?
Los límites entre relato, crónica, reportaje, falsas memorias, en fin, están borrados en un libro como Las ceremonias del deseo. Esto, por supuesto, no me lo inventé yo. Hay múltiples ejemplos en la historia de la literatura que me arrebatan la originalidad. Ahora bien, hay ejemplos diversos de cómo se parte de una realidad para transformarla. En el caso de las narraciones basadas en conciertos específicos, son casos muy concretos: los relatos Más vale tarde, Sangre para Iggy, El triunfo de la (mala) voluntad, Demoliendo hoteles, Odiamos a Cali y Los cuernos de rinôçérôse. Estos cuentos parten de experiencias muy particulares, individuales, de todo lo que le puede pasar a una persona alrededor de la aventura de asistir a un concierto de rock. Me parece que quien haya asistido a los conciertos reales podrá tener un doble motivo de identificación, pues podrá confrontar su experiencia con los delirios arbitrarios de quien se aventuró a escribirlas.
Los cuentos de “Las ceremonias del deseo”, los dos últimos, pareciera que pertenecen a otro libro ¿Hasta dónde el azar de lo cotidiano pone el tema, los personajes, la trama y lo demás?
Los últimos dos cuentos de Las ceremonias… fueron escritos en la misma época y con el mismo impulso con que escribí los otros siete. Por consiguiente, para mí son parte fundamental del libro. De repente, el último relato, titulado La fidelidad, es el único que no tiene “fondo musical”. Pero es un cuento que huele a sexo por todos los poros y, ya sabemos, sex, drugs and rock and roll, etc. En cuanto a Auriculares y ventrículos, es uno de mis cuentos preferidos, donde quise unir Werther con El perseguidor, Fito Páez con el Barrio Gótico de Barcelona. No es sobre un concierto en específico, pero si es una declaración de amor a alguien que ama los conciertos y que adora la música del autor de Naturaleza sangre tanto o más que a los hombres que la rodean. Y esto ya, de por sí, lo convierte en un relato que oficia en mis ceremonias.
Evidentemente un cuento como el de Los Stones no es para todo el mundo. Como dice por ahí en el libro, respecto a su primera juventud, como esas adolescentes, pareciera que solo escribe para usted. Cómo es esa relación?
El primer propósito, no manifiesto, que tenía mientras escribía estos cuentos era el de no hacer concesiones. El que quiera ser cómplice de los relatos, pues que se pegue como pueda. Yo no pensé que el libro fuese a tener el nivel de complicidad que ha tenido con los lectores. De hecho, una tía mía que vive en Cali y que sólo le gusta la música de Garzón y Collazos, me dijo que su relato favorito era el de los Rolling Stones y que no se quería morir sin ir a un concierto de las Piedras. Y mi tía ya se acerca a los ochenta años. Estoy pensando cobrarle a los Rolling Stones por todo lo que he hecho por ellos en advertising.
Zappa es la obsesión de casi todo el que se dice melómano, liberal, contracultura, antisemita, mamerto, dueño de la ironía, moralmente recto, perspicaz con la realidad, devoto de toda la belleza y soporte cultural de la verdad?
El cuento La piel de Zappa fue un experimento para escribir un relato en contra de los lectores. A pesar de ser construido dentro de los parámetros de la llamada escritura automática, hay, al interior de él, una serie de líneas muy bien diferenciadas: primero, quería tratar de capturar el efecto en la cabeza de alguien que ha oído los sesenta y pico de álbumes de Zappa sin respirar. Segundo, es la historia de alguien que se enloquece de amor a causa de (o por culpa de, como se quiera) la música de Frank Vincent. Tercero, hay una parodia onomástica a la novela de Balzac La piel de Zapa. Y cuarto, toda la historia está construida a partir de las historias de los discos del susodicho. Por supuesto, el coctel es un tanto suicida, pero me funcionó, debo reconocerlo. Un amigo mío intentó leerlo en voz alta, de un solo impulso y terminó en un hospital siquiátrico. Zappa es un músico demasiado importante para mí. Era un visionario, un poeta, un genio, alguien que será realmente valorado dentro de cien años, cuando el mundo ya se haya acabado.
¿Qué anda haciendo? En qué lugar lo tiene su amor por el Rock & Roll? ¿Se puede seguir siendo consistente con tanto rock en la sangre?
Dirijo y escribo teatro, trabajo en la televisión cultural colombiana, dicto clases, bebo vino, escribo una novela pornográfica y me preparo para publicar, en el año 2006, un libro inclasificable que se llama Clock around the rock. Porque al que no quiere caldo se le dan dos tazas.
Como la música se basa en la matemática es infinita. Hoy la música ha cambiado mucho. Haga un vaticinio sobre cómo será la música del futuro.
No sirvo para hacer profecías, nunca he tenido vocación de Nostradamus. Ni siquiera he formado parte de las profecías de Nostrabamos. Veo que la multiplicidad de recursos, de estrategias, de medios, de posibilidades y de audiencias cada vez crece y se multiplica. No sé si esto sea bueno o sea malo. Lo que sí sé es que el mercado del disco tiende a transformarse y los nostálgicos que amamos las carátulas debemos resignarnos a verlas desaparecer. Poco a poco, a través de Internet, a través de los nuevos sistemas de almacenamiento, tendremos la posibilidad de acapararlo todo. La nueva sensibilidad creo que comenzará a gestarse más por acumulación que por el disfrute lento, contemplativo, de una o dos canciones. Sin embargo, de vez en cuando, cuando el cosmos sonoro se convierte en caosmos, aparecen ciertos regalos de la naturaleza musical, donde se vuelve a las raíces y los viejos seres humanos volvemos a ser felices. Me refiero a excepciones maravillosas como el Bigger Bang de los Stones, un regreso perfecto a los orígenes del universo, donde los cuatro crápulas, sin artificios ni trampas, le demuestran al mundo porqué son los más grandes. Pero volvamos a los vaticinios: a veces está la música electrónica, a veces está la música tropical, a veces está eso que se llama ahora la World Music, a veces está la música clásica, el barroco, el dodecafonismo, el minimalismo, a veces nos colma el silencio. Lo que sí podemos adivinar es que nuestros pasos futuros por esta vida sin patas ni cabeza, siempre seguirá al ritmo de unos sonidos que, para bien o para mal, nos remitirán al útero feliz del que no debimos salir nunca.
Bogotá, Noviembre de 2005.
Mauricio Tamayo