Columna publicada en la primera versión de Mtres, en 2004.
Por Catalina Torres y Viviana Gómez
Está oscuro. Rayos de luces de colores atraviesan el amplio espacio. De cuando en cuando relámpagos, que dejan ver miles de manos, pelo y cabezas revoloteando en la claridad momentánea. Sudor. Todos se mueven al ritmo de un beat repetitivo, aquel que les dicta el Dj, el padre, la estrella, el salvador de vidas. Miles de cuerpos se han conectado a través de la música y ella les impulsa a bailar, a fluir con los bajos y el beat. Muchos cierran los ojos y se transportan al universo de la música, en el que duran horas y horas, hasta que la luz del nuevo día les anuncia que la fiesta debe terminar.
No importa cuál hubiera sido el género exacto que estuviera sonando ¿Qué más da si era un house, un techno, si era disco, hip hop, dub o drum & bass? Lo relevante es que la música logró conectar a miles de cuerpos que dejaron de ser carne para convertirse en sonido. Es el imperio del oído, en donde todos los órganos mutan y el ser entero se convierte en una oreja gigante: la percepción retinal, por ejemplo, “es eclipsada por la audio-táctil, un continumm vibracional donde el sonido se amplifica hasta la visceralidad.
“Es cierto que la música atraviesa profundamente nuestro cuerpo, y nos pone un oído en el vientre, en los pulmones…etc. Entiende de onda y de nervios. Pero arrastra justamente nuestro cuerpo, y los cuerpos, a otro elemento”. Se trata de una experiencia liberadora, el arte de viajar sin moverse del sitio, una desterritorialización.
La música tiene la suerte de ser la más psicótica de las artes: siendo ella sólo vibración, sonidos que no apelan en absoluto a la representación (con algunas excepciones, claro está, como la música paisajística, por ejemplo), logra atravesar como un rayo el sistema nervioso del oyente, sin pasar por un estado de conciencia y lo lleva a sintonizarse con otra realidad, un universo sonoro. Es una desconexión con el entorno y el tiempo, una fuga del sí mismo, desmaterialización del cuerpo. Ya no se es más un organismo y un yo determinado, sino que ahora se es un gran cuerpo sonoro sin órganos definidos, que simplemente fluye entre las ondas y la intensidad de la música, en medio de otros tantos cuerpos sin órganos: aquellos de quienes bailan en una fiesta subsumidos en el poderoso ritmo del beat.
Esto puede ser una respuesta para los fans de la música electrónica. Si hablamos del dance o música de baile, nos damos cuenta de que muchos de sus diversos géneros surgieron en medio de comunidades marginadas como los círculos gays, latinos o de negros, que debían enfrentar una fuerte discriminación social en su vida cotidiana. La música que parieron fue una forma de liberación: la gente la usaba “como un modificador del humor, algo que les transportaba a un estado emocional diferente, sin conexión con su abismo cotidiano”. La reunión para el baile de esta música era el único momento en que el deseo podía fluir libre, sin barreras, dentro de estos grupos.
Lo mismo sucedió con el estallido de la cultura rave en Inglaterra. Se dió entre una juventud que quería experimentar más allá de su fría cotidianidad y del perfecto régimen de Margaret Tatcher. Uniendo esta música a las drogas, pudieron vivir su cuerpo de otra manera. La música de las raves estaba diseñada para converger con el efecto del éxtasis en una velocidad y flujo de energía que concediera a la multitud, muy eficazmente, perderse en un presente de sensación, en un sublime infinito de sonido. Le permitía a cada individuo fundirse en ella y de esa manera alcanzar a experimentar una fuerza cósmica.
Por esta necesidad de unión las mezclas musicales que se hicieron en estas fiestas tuvieron muy poca letra. El dance ha sido escéptico al uso del lenguaje, porque las palabras dividen y hacen pasar el mensaje por algún estatuto de la conciencia. Y de lo que se trató el baile fue de fundirse y de olvidarse cada quien de sus historias, de sus problemas, para ser sólo ritmo.
Por todo esto, muchos adultos condenaron a esta generación de ravers a la que catalogaron como ‘sumamente hedonista’. Pero lo que no alcanzaron a ver es que ellos lograron conocerse e identificarse a partir de esta experiencia: encontraron su espiritualidad, fueron profundos a fuerza de “ser superficiales”.
Desde lo artificial también se puede hacer música y dar respuesta satisfactoria a la inquietud expresiva de una persona. Con la música se logra hacer sonar lo insonoro. Y a través de la electrónica suena lo insensible: una cantidad de aparatos encuentran cantos. Se siente un corazón, un aliento, hasta una inteligencia si se quiere, cada vez distinta, dependiendo de qué individuo se halle detrás de las máquinas. Tal vez a esto se refería Geoff Barrow (Portishead), cuando hablaba de lograr una electrónica con alma.