Aquellos que gustamos del Rock nos negamos a dejar atrás la buena música, compuesta con estudio y calidad, lo que hoy sería algo fuera de lo normal.
Por: Eduardo Arias
@AriasVilla
Es un hecho que desde hace décadas, en particular a partir de 1975, darle en la cabeza al llamado rock sinfónico o progresivo se volvió ‘políticamente correcto’. ¿Cómo era posible que unos músicos provenientes de las clases acomodadas y educados en conservatorios o con profesores particulares se metieran en el ghetto de los del ghetto?
De la noche a la mañana, y en gran parte a nombre de la efímera cultura del no futuro, había que quemar los afiches de Yes y Pink Floyd, decir cada tres palabras ‘fuck’ (o su equivalente paisa ‘gorronea’) para estar en la onda, había que rendirle culto a ‘lo proletario’, ‘la calle’, como si la música no fuera música sino un asunto destinado a comisarías de familia y trabajadoras sociales.
Claro, con los ‘pequeñoburgueses’ que jugaban a proletarios tipo Mick Jagger casi nadie atrevió a meterse. En una visión tan esquemática, simplista y mediocre de las cosas, lo correcto era cantarle a Trenchtown o a Stephen Biko mientras que explorar un poco más allá de las cuatro o cinco secuencias básicas de acordes que enseña cualquier método de guitarra fácil era un anatema. Es decir: chao Yes, chao Emerson Lake and Palmer, chao Genesis, chao King Crimson. Como Pedro, se volvió obligatorio negar tres, mil veces a estos y muchos otros grupos condenados a la crucifixión por cometer el pecado de explorar, arriesgar, innovar, buscar. Si en el rock es tan válido (tan políticamente correcto) fusionar todas las tradiciones culturales habidas y por haber (India, Senegal, Irlanda, Trinidad y Tobago, Marruecos, México, entre más suene a tercer mundo mejor), ¿por qué se le hace el feo a quienes combinan rock con las tradiciones culturales de Europa?
No se trata de hacerle la guerra a ningún género en particular ni pretender que el rock sinfónico es ‘lo máximo’. Es más bien mirar por qué se ha dado esta discriminación. Es cierto, un buen porcentaje del material del llamado rock sinfónico es aburrido, un alto porcentaje no ha podido soportar el paso del tiempo. Los discos de Rick Wakeman tipo Viaje alcentro de la tierra y el Rey Arturo no aguantan una audición seria. Debajo del barniz de coros y orquestas sinfónicas no hay mayor cosa.. Pero eso ocurre con todos los géneros de la música, llámese esta clásica o popular. Por ejemplo, para oír a un grupo que a mí me gusta tanto como los muy políticamente correctos Jefferson Airplane toca hacer un gran esfuerzo. Es música de época, de lugar, algo así como la banda sonora de una película que ya es imposible de revivir. Eso pasa con gran parte del rock, de la música dance, ni se diga del folclor. Y eso también pasa con mucho material de Yes, de Emerson Lake and Palmer, por no hablar de las decenas de agrupaciones que los imitaron.
El problema es que atreverse a decir que el 90 por ciento del reggae (por decir algo) es “aburrido” o “repetitivo” o “no aporta nada novedoso” no es políticamente correcto. Por Dios, es música del ghetto. Las raíces. Lo nuestro, en el caso de los hoy tan de moda tambores de las costas Caribe y Pacífico.
A Peter Gabriel le respeto y le agradezco su interés por la música del mundo, que haga visible la música de Africa, que le haya abierto sus estudios RealWorld a artistas de los cinco continentes. Pero renegar de su aporte en álbumes tan maravillosos como Trespass, Foxtrot, The Lamb… sólo porque no tenía tres coristas de Senegal y un percusionista de Guinea Bissau y porque sus canciones eran de una riqueza y complejidad que exigían cierta atención del oyente me parece una tontería. Seguramente ‘Don’t give up’ es más políticamente correcta y necesaria en un mundo convulsionado por el racismo que ‘Musical box’. Pero de allí a negar ‘Musical box’ y tildarla de ‘pretenciosa’, ‘dinosaurio’ y el largo etcétera de adjetivos denigrantes hay un abismo.
Al menos para mí, que me encanta el mensaje directo de muchas de las canciones de The Clash, Sex Pistols, el desparpajo de Aterciopelados, Cabas, las atmósferas de Massive Atack, en fin… y que jamás dejaré de disfrutar el lirismo exquisito de Il banchetto, Down Under y Jet Lag, de emocionarme con Jerusalem, Karn Evil 9 y Abbadon’s bolero, de querer oir una y otra vez Flying teapot, Angel’s egg y You, de buscarle nuevos matices a Close to the edge, Astronomy domine, que jamás renegaré de Hatfield and the North, de Caravan. Eso sí, sin el fanatismo de hace 25 años, pero con la convicción de que la música es mucho más que apuntársele a las modas y los esnobismos políticamente correcto. Y que el rock y el pop necesitan tanto de lo popular y callejero como de la erudición, el estudio. Si no, ¿qué hacemos con Curupira, de lejos el mejor grupo colombiano de fusión, que va mucho más allá del guepajé y los ‘días normales’ de repetir una y otra vez el mismo cliché políticamente correcto?